El Muelle


Aún podía recordar, con claridad, la sensación de humedad que desprendían las olas del mar del eterno mes de enero, que inundaba el aire de la cocina de sus sosegadas mañanas de inocencia infantil. Si cerraba los ojos, y casi sin esfuerzo, era también capaz de percibir los nostálgicos colores del atardecer, que la acunaban mientras se perdía en el laberíntico deambular de las trampas que tejía su mente adolescente. 

Su muelle contaba con treinta y una tablas de madera, curtidas por el sol abrasador de los abúlicos mediodías pasados bajo la sombra de las acacias  y esculpidas por el implacable paso de la sal del mar.

Treinta y una.

Treinta y una tablas de madera. Como los largos e idénticos días estivales del monótono y redentor mes de enero.

Para el ojo chato de todo aquel observador sin vuelo, las tablas podían parecer idénticas. Sólo unos pocos poseían el sagrado don de percibir que cada una de esas treinta y una tablas de madera era única e irrepetible.

Su padre había decidido comprar la rústica casa de la playa porque amaba el mar. Y no sabía bien porqué lo amaba. Tal vez ese amor lo traía consigo, desde alguna otra lejana vida, o tal vez, su decisión se basó, simplemente, en la inmensa fortuna de haber encontrado su anhelada paz, en ese remoto y solitario lugar en el mundo.

Aún recordaba la calurosa mañana en que su padre le contó, casi como un secreto cómplice, que había decidido construir el muelle.

Ella apuró su tostada con manteca y tomó de un sorbo el último trago de té de jazmín,  para acompañarlo en la privilegiada tarea de elegir el material.

El camino hasta el pueblo bordeaba la costa entre médanos, acantilados, eucaliptos, pinos y pájaros. Su ritual consistía en apoyar sus brazos en el borde de la ventanilla, cerrar sus ojos,  entregarse al azote del viento y al sonido del mar mientras en la radio sonaba alguna vieja canción sureña. En su ceremonia ella sólo se permitía emerger de su viaje una vez que llegaba a destino. El olor de la madera recién cortada comenzó a invadir la cabina de la camioneta y, cuando decidió abandonar su mundo de ensueño, los aromas que la rodeaban tomaron forma y color real.

Aferrada a la mano de su padre, entraron en un enorme galpón inundado de potenciales proyectos. Caminaron, lentamente y en silencio, hasta el extremo más lejano del lugar, se detuvieron frente a una enorme pila, perfectamente ordenada, de madera especialmente destinada a la construcción de muelles costeros. Sentada, solemnemente a un lado de la pila, fue testigo del ceremonial en el cual su padre, elegía, con total entrega y concentración, una a una, las treinta y una únicas maderas de su muelle de mar.

Treinta y una tablas de madera irrepetibles. Tan irrepetibles y entrañables como aquel verano.

Los recuerdos bullían dentro de ella de manera caótica pero, paradójicamente, se manifestaban con un preciso orden temporal.

Recordaba, casi milimétricamente, cómo había transcurrido ese caluroso mes de Enero en danza perpetua entre el olor amable del aserrín, la música estridente de las herramientas, los aromas impregnantes y embriagadores de barnices y pinturas, y las voces íntimas de su mundo infantil.

El muelle estuvo pronto con la caída del sol del martes 30 de Enero pero fue el miércoles 31 cuando celebraron su inauguración informal. Se despertaron al alba con esa sensación visceral de nuevos comienzos, hornearon pan, calentaron agua para preparar el té de jazmín, abrieron un frasco de mermelada casera y fueron todos al muelle a recibir el primer rayo de sol. Se sentaron en círculo amoroso: cantaron, rieron e imaginaron historias de navegación alrededor del mundo que siempre terminaban llevándolos de regreso a su casa al lado del mar.

Y atravesada por esos recuerdos, despidió a su padre mientras le susurraba al viento que lo lleve de regreso al inmenso, profundo y vasto océano.

Amaba su muelle de treinta y una tablas de madera curtidas por el sol abrasador de los abúlicos mediodías de Enero. Amaba su muelle esculpido por el implacable paso de la sal del mar. Amaba su muelle porque, a diferencia de los puentes, jamás le había indicado hasta dónde podía llegar.

Y fue ahí, de pie frente a su muelle construido con treinta y una tablas de madera, muelle de cuentos de navegantes, piratas y mundos lejanos que comprendió, con profunda nostalgia, que en el infinito espiral de la vida todo nace y muere, siempre, en un mismo instante y por toda la eternidad.



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