Yo [Siete Años]

No recuerdo ni la fecha ni la hora exacta en que sucedió.
Pero si cierro los ojos, innumerables imágenes borrosas invaden mi memoria.

- No te elijo.- Me dijo con apatía, y colgó.
Así, sin discursos grandilocuentes ni escenas cargadas de dramatismo la profecía se había cumplido.
Nuevamente, ya no éramos más dos.
Permanecí sentada en mi cama, vagando entre las sombras de otras tantas profecías cumplidas, hasta que el frío del atardecer me hizo reaccionar.
Mi número, una vez más, se había quedado sin premio.

Cuántos amores no me habían elegido?

Cuántos amores no me elegirían jamás?
La compulsión de repetición seguía alargando sus garras destructoras. Nublada mi razón yo seguía aceptando su abrazo protector. 
Sólo que ese abrazo ya no me calmaba ni me contenía. 
Las espinas de la asfixia, el cansancio, el hastío, el dolor de esa compulsión de repetición habían perforado mi corazón hasta dejarlo seco y vacío.
Y me rendí. 
No le encontraba sentido seguir adelante sabiendo cómo sería el último acto de esa obra donde yo era la protagonista.
Sentada en primera fila podía ver toda la escena. Podía verme a mi misma como un complejo rompecabezas lleno de piezas faltantes, huecos por donde se colaban las profecías cumplidas.  
Podía ver mi metamorfosis, sólo que en vez de convertirme en mariposa, yo siempre me convertía en larva. Sentido inverso.
Intuía que sólo yo podía generar el antídoto para mi propio veneno, pero hasta no descubrir mi fórmula, mi serpiente seguiría atacando.
Mi radiografía me revelaba un laberinto sin salida aunque yo tenía certeza que siempre existe una.
Siempre hay una salida. Siempre hay una respuesta. 
Sólo que yo no lograba dar con ninguna de las dos. 
Entonces me rendí.
Podía verme, pero no me veía.

Me rendí y armé una obra muy a mi medida en donde el príncipe azul no llegaba nunca a rescatar a la dulce princesa desesperada.
Definitivamente, esa clase de amor, no era para mí.
Y como era mi obra puse una premisa: estaba prohibido sentir.
Prohibido sentir.


Y así seguí yo por la vida, sola y anestesiada, ya ni siquiera estrechando lazos con otros seres que estaban tan deshabitados como yo.
Ya ni siquiera intercambiando besos deshabitados, sexos deshabitados, cuerpos deshabitados.
Ya ni siquiera viviendo amores mezquinos, de esos que invaden los corazones deshabitados.

Dejar de sentir no fue un camino fácil.
Un leve descuido y todo se echaría a perder.
Bajar la guardia implicaba el comienzo de una lucha con alguna emoción rebelde que hacía berrinches por escabullirse hábilmente por entre mis vacíos.  
Metódicamente comencé a entrenarme en jamás, por ningún motivo, permitirme bajar la guardia.
Siete años ejercitando mi entrenada habilidad para desconectarme.
Siete años enfocada en prohibirme sentir.

Y casi lo logro...

Dicen que el siete es un número mágico.
Tal vez eso me salvó del olvido.
O, tal vez, fui simple y sabiamente, yo.






Comentarios

  1. Tod@s nos sentimos Gregorio Samsa alguna vez. El problema es que a algunos ese sentimiento nos duró más que a otros. salvando las distancias:te entiendo. Eso que vos decis a mi me duró 14 años qué curioso! 2 veces7

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    1. Gracias por pasar siempre y dejarme tu comentario! Parece que, salvando las distancias, podemos identificarnos... 7, 14, lo sano es que pudimos despertar de ese letargo y sentir de nuevo!

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