[Desbarrancando]

La embriagadora ficción del juego de seducción es una agotadora (y necesaria) pérdida de tiempo.
Encarnar nuestro anzuelo con el imaginario alimento predilecto de nuestras presas nos asegura la caza y, al mismo tiempo, el extravío.
Pensar lo incorrecto pero hacer lo esperado linkea necesidades (no almas) y enciende la emocionante luz verde del match, pero desecha lo hermoso del encuentro: nuestra irrepetible singularidad. 

- Es muy descolgado decirte que me encantaría estar ahí?...- le confesé un día, así de repente, a nada de conocernos y a través de un mensaje de texto.
- No, cómo va a ser descolgado! Si te sirve, a mi también me gustaría que estuvieras acá - me respondió redoblando la apuesta.
- Entonces voy a ser todo lo descolgada que me salga, total la distancia es como el vino, te hace decir cosas que, sobrios, jamás diríamos -
Juro que escuché su carcajada, fuerte, estruendosa, viajar a la velocidad de la luz para llegar calma a mi oído.
Yo, en cambio, sonreí aliviada.

Desbarrancar.
Desbarrancar te permirte desprenderte de la seguridad de lo que te mantiene a salvo.
Desbarrancar te hace perder el equilibrio.
Y la adrenalina de la caída te permite desplegar la belleza de tu individualidad.  
Desbarrancar es liberador.

Como amantes poetas, separados por océanos de cables que nos conectan virtualmente, mantenemos relaciones cibernéticas insondables, superficiales, intrascendentes.
Conectar es otra cosa.
La quietud genera calma. 
La calma conecta almas.

- Te acordás que ésto podía desbarrancar? - me dijo una noche antes de despedirse - Mirá lo que te voy a decir... Te quiero. - flechas de Cupido que me lanzó desde su paraíso a 2000 km de distancia.
Flechas de Cupido que pegaron de lleno.
No había nada que explicar.
Yo entendía.
Yo también lo quería.

[- Lo mejor será que bailemos.
- Y que nos juzguen de locos Sr. Conejo?
- Usted conoce cuerdos felices?
- Tiene razón, bailemos!]

A través de la ventana de su dormitorio podía percibirse, sencilla y maravillosamente, la inmensidad de la existencia.
No sé por qué fue justamente ese pensamiento (ese y no otro) el que se cruzó por mi cabeza en el preciso instante en el que abrí los ojos esa mañana de febrero.
Sin hacer el menor ruido, para no despertarlo, salí del cuarto, bajé las escaleras, atravesé la sala de estar, levanté las dos copas de vino de la noche anterior y me preparé un café.
Era mi última mañana junto a él. 
Tenía que estar en el aeropuerto al mediodía y aún faltaba poner en orden mi equipaje.
Salí a la galería y permanecí, con la taza entre mis manos, un largo rato inmóvil, como suspendida en el tiempo.
Recorrí con mi mirada toda esa extensión de verde que se perdía a lo lejos entre ovejas y pinos, y trepaba las montañas y sus picos aún con nieve y seguía su camino, inexorable, hacia el cielo más azul de todos los azules del cielo.

Y no sé por qué, en una espiral sin lógica, pensé en el color de los campos de trigo y en el color del cabello de el Principito y en su zorro y en las rosas del mundo y en los atardeceres y en todo aquello que es invisible a los ojos.
Porque esas montañas y esos pinos y ese lago y esa cama y ese exacto punto geográfico del planeta tendrían, a partir de ese instante, un significado para mi. Ya me pertenecían, formaban parte de mi historia. 

Los desenlaces completamente felices sólo suceden en los cuentos de hadas. 
Es imposible permanecer aferrados a la luz del día deseando que la oscuridad de la noche no llegue jamás.
Pendular livianamente, entre los dos extremos, saboreando los matices que los separan, es comprender el misterio de la vida.

Cruzar ríos, enfrentar tempestades, caminar en calma, dejarse sorprender por el sol naciente, resguardarse de la tormenta, trepar un árbol, beber de un arroyo, observar a los pájaros, dejarse llevar, resistir, caminar cien pasos y volver atrás, caminar cien pasos y seguir adelante, enmudecer, gritar, llorar, reir, querer llegar, quedarse inmóvil, recibir al otro, extender los brazos, tocar fondo, levantarse, arrodillarse, plantar un árbol, cortar una flor, escribir una canción, engendrar un hijo, parir miles, amurallar el corazón, limpiar las heridas.
Nacemos con una cantidad exacta de vueltas al Sol tatuadas en la piel. 
Lo excitante (y aterrador) es que jamás sabremos cuál será la última.

Subí al cuarto sintiéndome completamente en paz.
Su cuerpo, el mismo que había recorrido y me había recorrido incontables veces esa semana, seguía en calma.
Corrí las sábanas, me acosté a su lado y lo abracé con fuerza.
Sin abrir los ojos, él también me abrazó.
Y, en ese abrazo, sentí que todo nacía y moría, al mismo tiempo y por toda la eternidad.

- Las despedidas son, también, puntos de partida - le dije con mi mirada.
Estoy segura que me entendió porque, sin mediar palabra, me susurró al oido:
- A 1900 km de distancia estoy protegido - 

Le sonreí con dulzura y, mientras permanecíamos así, abrazados y en silencio, fue inevitable no pensar cuál era mi propia distancia y cuántos kilómetros desplegamos entre unos y otros para, de esa manera, resguardarnos del amor y sentirnos seguros...

Porque a veces, para algunos, la distancia no se mide en kilómetros sino en miedos.


(Para vos...Te quiero! Gracias)







Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares